Alberto, como quería que le llamaran, fue un referente
del Barrio Pesquero de Santander, donde impulsó una nueva forma de educación y
numerosos proyectos sociales
El padre
Pico nació en La Habana, Cuba, en 1931, aunque llegó a Cantabria con unos
meses. Su padre de
Guriezo y su madre mexicana, de Morelia (Michoacán), lugar
al que emigraron muchos cántabros a finales del XIX y principios del XX. La
casa familiar en la que fue acogido fue en la de Feliciano Calvo, cura que
acabo siendo padre y madre, pues el joven Alberto perdió a su madre a
los once y a su padre lo tenía más allá de un océano. La vocación al sacerdocio le llegó pronto y a los
25 años ya se había ordenado.
Luego vino el barco, donde acumuló muchas de las historias que luego
sembraron sus consejos. La mar, las aventuras... Tuvo que pedir permiso al
obispo para navegar. Pero Pico no se embarcó sólo por el ansia de conocer el
mundo. En sus viajes de meses a bordo del 'Comillas', el 'Guadalupe' o el
'Alonso de Ojeda' estaba el deseo y la promesa personal de estrechar la mano a
su padre. Y aquello era la única manera para un chico de 25 o 26 años de llegar
hasta Cuba. Con los pies en tierra fue coadjutor en Laredo y en el Carmen, en Santander, capellán
de la Marina Mercante y párroco en Secadura, San Mames de Aras y Llánez. La
enseñanza fue otra de sus ocupaciones, maestro de niños empeñado en construir
un nuevo modelo de enseñanza con menos lecciones de carrerilla y más humanidad.
En 1971 llegó al Barrio Pesquero. Se fue adaptando y no solo se empeñó en las
clases de los más pequeños, sino que era ayuda para las mujeres que hacían
equilibrios con el presupuesto doméstico, con los marineros y, sobre todo, con
los jóvenes, en unos años muy duros.
A comienzos de
los sesenta, las sotanas de Guillermo Simón Altuna y Miguel Bravo eran las que
pululaban entre los barcos. «Altuna era un organizador nato y Bravo un
visionario. Inició un proyecto que perseguía la transformación de lo que había
a través de la educación. Creó la filial número dos para que los hijos de los
pescadores tuvieran la posibilidad de estudiar el Bachillerato Elemental. Tuvo
hasta que recurrir a trucos y pequeños engaños para conseguirlo porque aquello
suponía una revolución». Lo explica Tomás López, al que Pico trajo años después
para dirigir el centro de estudios. Fue Bravo, sabedor de que la muerte ya le
rondaba, el que pensó en Alberto como sustituto. Lo eligió él. Por amigo y
porque era el idóneo para continuar con su proyecto. «En 1970 -relata López-
Alberto me pidió que dejara mi puesto de catedrático en el Instituto de
Torrelavega para venir a dirigir la filial. Era como bajar de categoría, pero
yo estaba muy cercano a sus ideas, al proyecto de hacer una 'comunidad de vida'
con un modelo diferente de enseñanza». Pico creó una escuela con la idea de que
no fuera «gravosa para nadie». López no oculta que si alguien no podía pagar se
falseaban las cifras del número de alumnos «o lo que hiciera falta». «Creamos
un clima con los alumnos más allá de las asignaturas». Su labor empezó a calar en
el barrio a través de los niños. «El primer día que vino al colegio yo estaba
en segundo de bachiller. Nos daba clases de religión, pero lo mismo un día
hablábamos del combate de Cassius Clay, que nos llevaba a ocho niños en una Vespa
haciendo los viajes que hicieran falta. A donde fuera. Porque él enseñaba
valores, a ser compañeros, a participar...». Julio Abundio, el dueño de 'La
Gaviota', es uno de los 'hijos' de Pico. Chavales a los que casó y a cuyos
hijos ha bautizado. Como a los dos de 'Pin', de 'Los Peñucas'. «Yo me casaba en
San Roque y Alberto me dijo que me casaba él. Llegó la hora y no estaba.
Estuvimos esperándole y no vino. Me tuvo que casar otro cura que había vivido en
el barrio y que estaba invitado. Al día siguiente le llamé y me dijo que se le
había olvidado por completo». Nunca ocultó que era muy despistado.
Don Julián y
las monjas
Pico caló en el
barrio. Se fue adaptando y «se hizo un poco de cada casa». En un lugar en el
que el profesor solo conseguía que los críos volvieran del recreo
desenvolviendo un bocadillo. En el que una mujer sorteaba cada semana una manta
que todos sabían que nunca existió. «Nos metía a cincuenta críos en un bus y
nos llevaba a Secadura. Arrasábamos con todo». O a Villatomil. Le fiaban en la
carnicería y, al regresar, «atracaba a todos los conocidos» para pagar la
deuda.
Pico se apoyó
en muchos. Pero, sobre todo, en las monjas. «Hace poco le vi llorar -cuenta
Pin- porque alguien puso en duda la labor de las monjas en el barrio. Tiene
narices...». Las monjas y Julián Torre, ya fallecido. Don Julián. Su sombra, su
hermano pequeño durante décadas. El alma de la guardería o de la asociación de
vecinos y de otros tantos proyectos.
Con ellos fue
ganando peso. Consiguió que el obispado cediera los terrenos de la filial para
lo que fue ya un Instituto de Enseñanza Superior dependiente del Ministerio (el
de ahora lleva su nombre, aunque le de vergüenza) y se convirtió en «un gran
integrador social». Canalizó sus amistades repartidas por la ciudad -médicos,
abogados, familias de la alta sociedad- a los problemas individuales de los
vecinos del barrio. Convirtió el piso superior de la vivienda parroquial en
habitaciones donde dio cobijo a más de uno que lo necesitaba. Porque su iglesia
fue, además, un foco de atracción. «Eran misas tan cercanas que rompían con
todas las convenciones litúrgicas. Eran un diálogo sobre los problemas con
interpelaciones personales», cuenta López.
Queremos
recordar a Alberto como una persona que quiso seguir a Cristo en la entrega
diaria por los más necesitados. Un sacerdote sencillo entregado a los sencillos. Descansa en paz.
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